En
México, según la Organización Internacional del Trabajo (2018),
más del 30% de la población activa del país son trabajadores
autónomos, es decir, que carecen de cualquier contrato laboral que
los proteja. Los cuales
se
ubican en un ambiente de flexibilidad laboral y precarización, ya
que, a mayor libertad para gestionar sus tiempos, mayor es el
abandono de la seguridad social. Estos trabajadores suelen
desempeñarse en las empresas de economía digital que crean puestos
de trabajo temporales y cuya versión más precarizada se encuentra
en los repartidores de aplicaciones como Uber Eats o Rappi. Este
sector se enfrenta diariamente a peligros que van desde asaltos,
accidentes de tránsito, acoso sexual, problemas de salud
–relacionados con la contaminación– y lesiones
por esfuerzo repetitivo;
situaciones que las empresas externalizan pues consideran a los
repartidores “socios”, meros prestadores
de servicios independientes
con los que no se tiene ninguna obligación, lo que genera un
incremento de la plusvalía para las empresas al transferir los
gastos de equipamiento a los trabajadores; como la compra de mochila,
teléfono, datos de internet, un medio de transporte, el seguro de
vida y de daños a terceros.
La
ganancia de estos trabajadores depende del tiempo que dedican al
trabajo, pues ganan por entrega realizada; captando en promedio 24
pesos por viaje. Ya que depende de cada repartidor el tiempo empleado
para su labor, se incentiva un mayor tiempo de trabajo por medio de
metas a alcanzar que se ven reflejadas en niveles y recompensas. Lo
anterior, crea una narrativa del rendimiento alienante que configura
una dinámica de auto-explotación laboral que posibilita extender la
jornada laboral mediante la “libertad” y flexibilidad del
trabajador autónomo.
A
raíz del COVID-19, la entrega de alimentos e insumos a aquellos que
cuentan con el privilegio de quedarse en casa no para, pero sí
traslada hacia los trabajadores de plataformas y a sus familias los
riesgos del virus; traslado que las empresas han mantenido –a costa
de los repartidores– al incentivar el consumo con entregas
gratuitas y facilidades de pago. Sin embargo, este traslado de
riesgos no es exclusivo de la pandemia, pues la entrega a domicilio
es en México una forma de evitar riesgos como la delincuencia,
produciéndose una relación fetichizada entre la aplicación y el
consumidor, al invisibilizar que detrás del pedido va la vida de un
repartidor, y que “engaña” al consumidor al presentar un mapa
con repartidores fantasmas para crear una sensación de mayor oferta.
Así,
empresas como Uber, más que ofrecer un servicio, brindan cuerpos
auto-disciplinados con registro de identidad, un sistema de
calificación, e incentivos por medio de premios y castigos que
responderían al contexto de inseguridad, creando espacios asépticos
y exclusivos para los sectores más privilegiados. Estos espacios
responderían a una demanda de mercado, más que a cambios políticos
que apunten a una mayor seguridad social, pues el capital, aun en
esta crisis de salud no deja de buscar ganancias, continúa con su
circulación por medio de una reserva de fuerza de trabajo que puede
ser ocupada estacionalmente.